Salís temprano de la oficina. Tenés tiempo para comprar carne, encender fuego, invitar amigos y comerte un regio asado. Pero es miércoles, y hacés cuentas. No de guita, sino de triglicéridos y de colesterol. Rápidamente, te das cuenta que es mejor cruzar la calle y enfilar para la pescadería.
Ya probaste todo, la trucha original, el caro salmón (rosado), el barato también (blanco), abadejo en filet, la típica merluza lo mismo en filet, la desconocida trilla y algunos pescados más (olvido a propósito el mero con esmero). ¿Lenguado? Ah, puede ser. Es. Lo comprás.
Llegás a tu casa, está tu esposa que da mil vueltas. No le gusta que le vengas con la cosa resuelta y con miles de ideas que no se pueden materializar. Le digo que es mejor tener muchas ideas a que la cabeza no funcione. Está de acuerdo, y me aconseja que elimine unas cuantas boludeces de mi cabeza, de paso dice, ya que te funciona.
La idea del pesto le cae en gracia, es rápida, sencilla y le gusta el sabor. Picás un ajo, albahaca, aceitunas negras, todo con aceite de oliva y las nueces en pequeños trocitos. El lenguado a la plancha, sin darlo vuelta. Cuando esta blanco le agregás todo el pesto. La ensalada la dejás que la haga tu jermu.
¿Vino? No, hoy no vino, sólo agua.
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